Quienes se destacan por sus virtudes
son los que más derecho tienen a rebelarse;
pero resulta que, de todos los hombres,
son quienes están menos inclinados a hacerlo.
Aristóteles
Las únicas personas que me llamaron
rebelde fueron las que quisieron que hiciera
lo que ellos querían que hiciera.
Nick Nolte
Quizás la mejor manera de comenzar una aproximación al tema del rebelde es hacerse la pregunta de: ¿qué es la rebeldía? También podríamos plantear la misma pregunta de otro modo: ¿qué es lo que convierte a una persona en rebelde? ¿Disconformidad? ¿Espíritu de contradicción? ¿Necesidad visceral de oponerse? ¿Complejo de inferioridad que necesita sublimarse mediante actitudes provocativas? ¿Impulso de superación de lo convencional? ¿Noción de futuro que se resiente ante la pasividad bovina de quienes viven con ojos en la nuca?
Podríamos decir que es una contradicción viviente pero nos quedaríamos cortos porque su actitud excede toda dialéctica. Podríamos decir que es el eterno opositor, pero tampoco sería del todo adecuado porque la oposición obcecada es un capricho contestatario sin argumentos y al auténtico rebelde los argumentos, por regla general, le sobran. Alguien podría argüir que la rebeldía es la impulsora del cambio y sería tan sólo parcialmente cierto porque muchos cambios – incluso varios trascendentes – han tenido su origen en un juego con la realidad; en ese simple "hagámoslo y veamos que sucede ". Muchos grandes inventos que cambiaron la Historia surgieron de la natural curiosidad de alguien que hizo algo sólo para ver "qué pasaría si...". Difícilmente el primer hombre que encendió un fuego haya sido un auténtico rebelde. Más difícil aun es que lo haya sido el que por primera vez tiró un pedazo de carne a ese fuego. Pero Prometeo, el que les robó el fuego a los Dioses, fue un rebelde. Por eso los Dioses lo castigaron encadenándolo a una roca.
Es cierto que para el rebelde resulta indispensable no dejarse prescribir las leyes del poder. Pero su decisión no necesariamente implica sólo defenderse de ese poder o alzarse ante el poder negándole obediencia. Muchas veces el rebelde es alguien impulsado simplemente por la irresistible pasión de afirmar un opuesto posible. Es la opción extrema de una bipolaridad eterna en la cual se elige la disyuntiva binaria menos optada para contraponerla a la bovinamente aceptada por el vulgo. Y como todo es bipolar en el Universo, desde la estructura del átomo hasta la especulación metafísica, la alternativa del rebelde siempre tiene legitimidad. Pero como es la alternativa menos optada, también siempre carga con la condena de lo increíble y con el riesgo del fracaso.
Una cosa podemos decir con casi total certeza: el rebelde es el polo opuesto al rebaño. Por eso generalmente sucumbe mientras el rebaño sobrevive; porque el rebaño es uno de los tantos trucos que inventó la Naturaleza para favorecer la supervivencia en el corto plazo. Pero el rebelde también es, al mismo tiempo, la única garantía de esa supervivencia en el largo plazo porque es el único que no se aviene a perdurar sino que se atreve a ensayar formas distintas y diferentes de sobre-vivir – es decir: vivir por sobre y más allá de lo inmediato y lo obvio – con lo que es el único que descubre formas de supervivencia en un entorno constantemente cambiante.
Sin los rebeldes, la adaptación funcional del hombre ya hubiese sido total hace más de dos millones de años. Y, de haberse producido, la especie Homo hubiera seguido el mismo destino de los grandes saurios. La ventaja de los homínidos residió en que, entre ellos, seguramente hubo muchos rebeldes mientras que entre los dinosaurios sólo hubo conformistas. Por eso los grandes saurios dominaron el planeta y no cambiaron hasta que el mundo cambió. Con ello, incapaces de adaptarse a un medio cambiado, no les quedó más alternativa que conformarse con su propia extinción.
No es tan seguro que el rebelde rechace realmente el Orden sobre el que está fundado el mundo al cual fue arrojado por el destino. Lo que sucede es que el concepto del orden – quizás hasta incluso el del Orden Natural – no es algo estático. El orden, todo orden, no es sino la resultante de un delicado equilibrio entre estructuras relacionales de distinta dinámica. El universo no conoce equilibrios estáticos. La estática es una abstracción de la Física analítica humana. El bloque de granito que descansa pesadamente sobre la plana superficie de un desierto está, en realidad, viajando a miles o millones de kilómetros por segundo sobre las espaldas de un globo terrestre que hace cientos de millones de años que gira sobre sí mismo, rotando alrededor del sol y navegando en una galaxia que se desplaza hacia algún lugar del Universo. Un Universo que no conoce ni las líneas rectas ni, precisamente, las estructuras estáticas. Un Universo que puede parecer estático en algunos de sus rincones pero es porque en ellos los procesos tardan millones de años y resultan aparentemente eternos comparados con la duración de una vida humana.
El rebelde no se alza contra las leyes de la Naturaleza. No arremete contra la dinámica cósmica esencial. Todo lo contrario: es, probablemente, su más destacado representante y portavoz. Su rebelión es justamente contra aquel otro orden, artificialmente estático y anquilosado, que tanto aman los conformistas del rebaño quienes hasta lo encapsulan con pretensiones de inalterabilidad dogmática.
El rebelde es aquél que, cuando todos dicen: "Eso no se puede" levanta la cabeza, sonríe desafiante y pregunta: "¿Por qué no?" Y cuando todos apuestan, escépticos, por un "...a que no!", el rebelde es aquél al que le brillan los ojos en una agresiva apuesta por un "¡... a que sí!"
El reto del rebelde es siempre un reto al rebaño y sólo excepcionalmente un reto al destino. El desafiar hasta al destino implica, casi necesariamente, un fin catastrófico. Y eso es algo que está más en consonancia con la naturaleza del héroe porque, si bien todo héroe es – necesariamente – también un rebelde, no todos los rebeldes han sido – necesariamente – también unos héroes. El héroe intenta lo imposible motivado por un impulso que lo lleva a tratar de defender, ayudar, salvar, rescatar, torcer el rumbo (negativo) previsible de los acontecimientos. El rebelde intenta lo imposible simplemente por el placer del desafío de demostrar que era posible aquello que todos creían imposible. El rebelde es un aventurero; el héroe es un servidor. Muy en el fondo, la gesta del héroe es un drama; la del rebelde es siempre una epopeya. Los rebeldes se transforman en leyenda; los héroes en mito.
Sin embargo, la exaltación del rebelde debería tener sus límites. Porque, por ejemplo, la rebeldía sin objetivo, la rebeldía por la rebeldía misma, conduce a la esterilidad de la anarquía; una anarquía que nunca es imposible pero siempre es letal y destruye a las sociedades en las que se instala. El "rebelde sin causa" solo es un simple contestatario, un mero protestón negativo que se enfurruña con su entorno y se enoja por los límites que toda convivencia humana impone. Es un caprichoso que – empleando la metáfora de Jünger – pretende vivir como si hubiera "ido al bosque" pero sin ir al bosque. Y, lo más esencial de todo: le falta ese "¡... a que sí!" que caracteriza al auténtico rebelde.
Por otra parte, también es inocultable que los rebeldes suelen ser malos revolucionarios. El revolucionario clásico persigue siempre un proyecto más o menos estructurado de cambio. La revolución requiere disciplina, organización, jerarquías, estrategias, tácticas, metas y objetivos. La rebelión requiere pasión y porfía. La revolución es una tarea de equipos. La rebelión es cosa de lobos solitarios. El revolucionario llega a la acción en un, a veces lento, proceso de autoconvicción y por necesidad de ser consecuente con su propuesta. El rebelde llega a la acción desde que nace. No puede ser otra cosa que acción y llega a esa acción impulsado solamente por la necesidad de ser consecuente consigo mismo.
Por eso no es cierto que el estilo del rebelde sea la guerrilla. Hasta para una guerrilla hace falta capacidad de organización, principio de mando y visión estratégica. El rebelde no es un guerrillero; es un francotirador. Y, para colmo, uno de esos francotiradores de los cuales uno nunca podrá estar muy seguro de para qué lado saldrá disparando...
La crítica a la visión que personas como, por ejemplo, Jünger o Camus tienen del rebelde podría centrarse en señalar la poca profundidad con la que tratan sus defectos. [1] Hay en estos pensadores algo así como una especie de ensalzamiento del rebelde que, en última instancia, resulta un poco abusiva. No todo es tan admirable en la rebeldía. Por de pronto, el rebelde puede ser buen amigo – y de hecho generalmente lo es. Pero es mal compañero y mal camarada porque su epopeya es unipersonal. Con lo cual puede volverse altamente impredecible o bien, por decirlo en forma más específica y menos amable: altamente irresponsable.
Comparado con el revolucionario, el rebelde no es confiable. Ni siquiera es necesariamente constante. Es aquél que enfrentará al enemigo y, ocasionalmente, puede ser que halle formas geniales y novedosas de enfrentarlo. Pero lo hará cuando le dé su soberana real gana, del modo en que le dé la gana y, sobre todo, si le da la gana. Será siempre incapaz de subordinar su porfía a un conjunto cuya voluntad ha sido puesta lealmente al servicio de una conducción con honor. Podrá ser la estrella del equipo, pero jamás su capitán; el soldado más condecorado de la división; pero también el más sancionado y jamás su general. No sirve para mandar. No sirve para organizar. No sirve para construir un proyecto, ladrillo a ladrillo, con constancia y con perseverancia.
El rebelde no es un constructor de estructuras nuevas. Es un peligroso destructor de estructuras obsoletas y puede ser un genial diseñador de alternativas y soluciones nuevas. Pero no es capaz del esfuerzo constante que requiere casi siempre la monótona tarea de construirlas. Es capaz de combatir por esas soluciones alternativas. Pero carece de la constancia y de la disciplina necesarias para construirlas.
La rebeldía es el rasgo juvenil y hasta infantil de la revolución. El aspecto negativo del rebelde es el infantilismo revolucionario. Ese empecinamiento en demostrar la posibilidad de lo que todos creen imposible, aunque más no sea para hacer rabiar al rebaño. Un empecinamiento que es admirable y respetable en su epopeya pero útil tan solo cuando los verdaderos revolucionarios terminan demostrando la real viabilidad de la alternativa haciéndola perdurar a través del tiempo incluso en beneficio de quienes al principio negaban su posibilidad.
Como Jünger sugiere, el rebelde es un hijo del bosque. Lo que sucede es que se pierde con demasiada facilidad por los senderos que atraviesan los tupidos bosques de Utopía. Despojar a lo utópico de sus rasgos inviables y convertir la utopía en un proyecto factible es tarea del revolucionario. Para eso, el revolucionario también debe haber "ido al bosque" y también debe haber conocido el fuego sagrado de los lugares consagrados que se esconden en todos los bosques. Sin embargo, la llama sagrada significa algo distinto para cada uno de ellos. El rebelde le roba el fuego a los Dioses y termina castigado por ellos porque no puede hacer más que entregárselo a otros hombres. Luego, el revolucionario usará el fuego de Prometeo para templar el acero de su espada y para liberar la energía encerrada en la madera de los árboles del bosque, transmutándola en esa fuerza impulsora que precisan las grandes obras.
De hecho, ese fuego es el único que sirve para templar espadas y para alimentar las calderas de las locomotoras de la Historia. Con ello y al final, son siempre los auténticos revolucionarios los que terminan construyendo nuevos mundos mientras los rebeldes ingresan en los anales de la inmortalidad como estupendos precursores. Que no es poco. Quizás sea justo decir que el rebelde es tanto la brújula que le permite al revolucionario establecer su rumbo como la inspiración metafísica que le permite a la revolución crear nuevas realidades. Que, decididamente, es mucho.
Con todo, aun así es cierto que cuesta un poco admitir las limitaciones del rebelde y las restricciones de la rebelión.
Quizás porque la rebeldía siempre tiene mucho de adolescencia y ningún hombre íntegro puede traicionar las pasiones y las convicciones con las que construyó su primera cosmovisión. Los peores traidores son aquellos que traicionan los ideales de su juventud. Los revolucionarios, a veces, traicionan de esa manera. Los verdaderos rebeldes no hacen eso. Jamás.
En el corazón de todo rebelde siempre arderá el fuego sagrado de su juventud. Una vez encendida en el lugar adecuado, esa llama resulta imposible de apagar. Por eso los auténticos rebeldes poseen ese don especial que los antiguos griegos llamaban carisma. Ese es justamente el secreto y el misterio del fuego que Prometeo robó del Olimpo. Quien sienta arder ese fuego dentro de sí estará siempre más cerca de los Dioses que todo el resto de los demás mortales.
Quien sepa combinar y dominar ese fuego con la alquimia de su sabiduría y de su templanza, será revolucionario. Pero quien viva con ese fuego quemándole las entrañas, será rebelde.
Y nunca podrá dejar de serlo.
Ni siquiera si los Dioses deciden castigarlo por su soberbia, encadenándolo a la roca de la angustia por toda la eternidad.
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NOTAS
[1])- Cf. Ernst Jünger, Tratado del Rebelde, Albert Camus, El Hombre Rebelde