Rusia es un acertijo
envuelto en un misterio dentro de un enigma
Winston Churchill
Winston Churchill
¿Quieren saber el secreto de una buena política?
Hagan un buen tratado con Rusia
Otto von Bismarck
¿Qué es un mundo unipolar?
No importa cómo adornemos al término;
significa un único centro de poder,
un único centro de fuerza
y un único amo.
Vladimir Putin
Desde el conflicto de Ucrania, y al igual que en la época de la guerra fría, de nuevo tenemos dos Rusias. La primera de ellas es la que muestran los medios y la que surge de varias experiencias históricas concretas vividas durante la época soviética. La segunda, mucho más profunda, es la que surge del arte y del aporte histórico del pueblo ruso.
La primera Rusia es la que
trae a la mente el GULAG, las grandes hambrunas artificialmente provocadas para
liquidar a los campesinos que no se avenían a la colectivización (y que en
Ucrania provocaron el Holodomor), los saqueos y las violaciones de la
soldadesca soviética durante la Segunda Guerra Mundial y – no en última
instancia – el régimen comunista impuesto por las tropas de ocupación en toda
Europa Oriental. Ésa es la Rusia de Lenin, Stalin, Trotzky, Yeshov, Sverdlov,
Zinoviev, Kamenev, Beria, Radek, Khrushev, y todo el resto de la nomenklatura bolchevique.
La segunda Rusia nos habla de
Dostoievski, Chejov, Tolstoi, Pushkin, Gorki, Solyenitzin, Tchaikovsky,
Rachmaninof, Rimski-Korsakov, Musorgski, Borodin, Prokofiev y tantos otros que
llevaría páginas enteras citar. Esta Rusia nos habla de una gran cultura, de
almas atormentadas pero profundas; nos transmite dramas, bellezas, esperanzas y
una gran espiritualidad.
Después de la caída del Muro
de Berlín muchos creyeron que la primera Rusia había desaparecido enterrada
bajo los escombros del derrumbe soviético. Durante un tiempo, la ya decadente
Rusia soviética de Gorbachov fue suplantada por la Rusia de los cleptócratas de
Yeltsin. Pero luego, tras fallar el intento de los viejos comunistas de
regresar al poder, apareció poco a poco la figura de Putin.
Y con él apareció
también una Rusia diferente.
Y ahora, al igual que a la
Rusia soviética, a la nueva Rusia de Putin parece ser que nadie la quiere.
Quizás no estaría de más
repasar lo que el gran Solyentizin escribió sobre su propio pueblo:
"Los rusos no son queridos en Europa [...] pero en el momento en el que
el europeo vea que ya respetamos a nuestra propia nación y a nosotros mismos,
del mismo modo él también nos respetará. [...] Nos arrancamos nuestra máscara
simiesca y volvemos a ser seres libres y no esclavos ni lacayos. [...] Al final
resultará que la verdadera idea social la enarbola y la representa precisamente
el pueblo ruso. Todo su mundo ideal, toda su intelectualidad, está impregnada
de la necesidad de unificar los valores humanos [...] y así se arroja luz sobre
qué es la verdadera libertad: el amor mutuo que debe ser demostrado con hechos,
con ejemplos vivientes [...] y no con guillotinas; no con millones de cabezas
decapitadas."
Así como tampoco convendría
olvidar las palabras de Nicolas Berdiaev – quizás el más profundo pensador ruso
de la modernidad – cuando señaló que: ".
. . la servidumbre es pasividad. La victoria sobre la servidumbre es actividad
creativa [...] el hombre se enseñorea sobre el otro porque en la estructura de
su conciencia se ha vuelto siervo del ansia de poder. La misma fuerza con la
que oprime al otro lo oprime a él mismo. El hombre libre no desea dominar sobre
nadie."
Los rusos sorprenden. Incluso
en las situaciones más dramáticas. Cuentan que durante la Revolución Húngara de
1956, cuando las fuerzas soviéticas invadieron el país para aplastar a la
rebelión, frente al tanque ruso que se desplazaba por la calle una anciana se
decide a cruzar tratando de llegar a su casa antes de que empiezen los
disparos. El tanque poco menos que frena en seco, de repente se abre la
escotilla y en un mal húngaro un sonriente soldado ruso le grita a la anciana:
– ¡Vamos babushka! ¡Apúrese! ¡Apúrese!
Y caballerosamente espera a
que la anciana llegue al otro lado. Logrado lo cual la escotilla se cierra, la
torreta gira y de varios certeros disparos una de las casas de la vereda de enfrente
queda hecha escombros. Una casa en donde, luego del colapso de los cuatro
pisos, quizás mueren diez babushkas que
se hallaban temblando de miedo en el sótano del edificio.
Sí; a veces también son así.
Es difícil comprenderlos en ocasiones. Pero al menos habría que tratar de
hacerlo con sinceridad y no desde la infernal hipocresía imperante que primero
provoca sublevaciones armadas y luego acusa de terroristas a quienes se oponen
a una "democracia" impuesta a los balazos por un consorcio de bancos.
Ahora, cuando centenares de
miles de rusos empiezan a sentirse orgullosamente miembros de la milenaria
Madre Rusia, cuando sienten que pertenecen a ella y quieren pertenecerle; ahora
que una gran nación – que lleva sobre la espalda enormes sufrimientos y una
tremenda Historia – por fin no quiere imponerse a los demás enarbolando una
ideología abstracta e inviable sino que aparece decidida a defender sus propios
intereses concretos; ahora es cuando deberíamos prestarle atención a los rusos. Mucha
atención.
Porque así como los
argentinos no son los hijos de Cristina Fernandez, ni son el pueblo de Hebe de
Bonafini, de López Rega, de Carlos Menem o de Néstor Kirchner, sino los
descendientes de San Martín, de Rosas, de Facundo Quiroga, de los grandes
caudillos y de los combatientes que yacen enterrados en la turba de Malvinas,
del mismo modo los rusos no son el pueblo de Lenin, Stalin y Trozky sino el pueblo
del Rus de Kiev, de Ivan III , de Pedro el Grande y de Alejandro I.
Y lo son quizás en primer lugar, antes
que nada, y a pesar de todo.