“Las
ciencias, cada una de las cuales
se esfuerza en su propia dirección,
hasta ahora nos han perjudicado poco;
pero algún día, la unión del conocimiento disociado
abrirá perspectivas tan aterradoras de la realidad
y de nuestra espantosa posición en ella,
que, o nos volveremos locos por la revelación,
o huiremos de la luz mortal
hacia la paz y la seguridad de una nueva era oscura."
H.P. Lovecraft
LA GUERRA CULTURAL
Resistencia y Oposición
 |
Somos la Resistencia |
Lo digo de
entrada: no creo que el término “oposición” defina correctamente la posición de
quienes tratamos de lograr una interpretación válida y coherente del espacio
político y nos negamos a aceptar a libro cerrado lo que se ha dado en llamar lo
“políticamente correcto”. Más bien creo que, en términos generales y
especialmente para quienes no tenemos una representación institucional con real
poder político, el término más apropiado sería el de resistencia; un
concepto que, por supuesto, incluye el de “oposición”, pero más que antagonismo
a un gobierno, el concepto de resistencia presupone esencialmente la negación activa
de todo un sistema; ya sea que se trate de una resistencia a las imposiciones
de un determinado régimen o bien (y eventualmente también) de una resistencia a
los postulados ideológicos y éticos que definen los criterios de decisión del
sistema en el que dicho régimen se inscribe.
Lo que comúnmente caracteriza a las
agrupaciones de “oposición” al modelo liberal, incluso en el caso de los
llamados “conservadores”, es una interpretación bastante superficial de lo que
podríamos llamar la “resistencia posible” o, mejor dicho, la resistencia
estimada posible dentro de lo que se evalúa como una oposición tolerada. En
otras palabras: es una resistencia limitada por las concesiones consideradas
admisibles para no ser proscripta, reprimida o “cancelada” por el sistema. Ésas
son las condiciones cuando, por ejemplo, la democracia se convierte en la
dictadura de los demócratas y aplica el conocido principio de Saint Just de
“nada de libertad para los enemigos de la libertad”. Es obvio que, en estos casos, el concepto de
“libertad” queda restringido a lo que el sistema permite, lo cual hace que la
voluntad de resistencia quede esterilizada. Porque una resistencia tolerada no
es resistencia. En el mejor de los casos es apenas el aprovechamiento de algún
hueco en el sistema con un grado de eficacia más que dudoso, que requiere como
mínimo una enorme dosis de carisma y buena suerte para tener algo de éxito.
No obstante, los movimientos “i-liberales” o
“conservadores” que están apareciendo en Occidente, constituyen la punta
visible de un iceberg sociopolítico cuyo cuerpo sumergido bien vale la pena
analizar para entender el fenómeno. Y esto es especialmente cierto para los
países iberoamericanos que, en cierto sentido, han llegado un poco tarde a la
era posmoderna y cuyo marco interpretativo – condicionado en buena medida por
la experiencia de las clásicas dictaduras y “dictablandas” militares de la
región – aun no les ha permitido decodificar completamente la esencia de los
fenómenos europeos recientes tales como los de Vox en España, la AfD en
Alemania, Marine Le Pen en Francia, Giorgia
Meloni en Italia, Viktor Orban en Hungría, y varios otros que, o bien ya se
hallan en el gobierno, o bien representan masas considerables de votantes.
Lo que sucede es que, sin una interpretación
adecuada del fenómeno posmoderno, tampoco se puede interpretar el espacio
cultural actual. Y, sin una interpretación clara de lo cultural, tampoco es
posible analizar a fondo el espacio político que, en gran medida, siempre está
determinado por valores y criterios culturales. Esta falta de comprensión de lo
posmoderno es lo que favorece a los medios y a los intelectuales del sistema permitiéndoles
caracterizar a los de gobiernos y movimientos poco dóciles al régimen imperante
como nazifascistas, dictatoriales, antidemocráticos, feudales y otros epítetos que,
en la mayoría de los casos, no son más que intentos de difamación para
neutralizar las oposiciones antes de que adquieran capacidad de resistencia
real.
Esta táctica, que en lo concreto consiste en
aplicarle a lo contemporáneo etiquetas pertenecientes al pasado, pasa por alto
el hecho que, si aplicáramos la lógica histórica más elemental, estas etiquetas
son tan falsas que no tienen ni siquiera un mínimo de credibilidad. En primer
lugar porque las ruedas de la Historia no giran para atrás; por lo que
interpretar el presente con esquemas del pasado es la manera más segura de
equivocarse y por mucho. Y, en segundo lugar, porque todas esas etiquetas hacen
referencia a regímenes pasados que, aun cuando es obvio que pueden ser
agrupados bajo algún nombre genérico para su estudio, fueron bastante
diferentes entre sí, dependiendo de las condiciones históricas, culturales,
éticas – y hasta religiosas y étnicas – de los países en que accedieron al
poder.
La táctica de desprestigiar a la actual oposición
incipiente con etiquetas del pasado se comprende cuando se entienden dos cosas.
La primera es que el sistema imperante necesita imperiosamente evitar que estas
oposiciones se conviertan en resistencias efectivas y deriven finalmente en
revoluciones. La segunda es que, en el fondo, las oposiciones que están
surgiendo en Europa están adoptando precisamente el método político que apareció
con el posmodernismo, pero con el signo opuesto.
El posmodernismo

Deberíamos entender qué es realmente el posmodernismo.
En Iberoamérica estamos un poco atrasados en la materia. De la época que empezó
en 1968 por lo general solo se recuerda el “mueran las heladeras” y el
“prohibido prohibir” de las revueltas estudiantiles junto con el “hagan el
amor, no la guerra” y el LSD del movimiento hippie que introdujo la droga como
vía de escapismo masivo de una realidad que no gustaba. En círculos más
“ilustrados” podríamos agregar los remezones de la Revolución Húngara de 1956 y
el fin de la Primavera de Praga con la invasión a Checoslovaquia por parte de
las tropas del Pacto de Varsovia en agosto de 1968. Todo eso, fue incorporado
en el estrato cultural y mediático de nuestra región con una visión
apenas románticamente historiográfica de la Historia. No obstante, en las capas
superiores de la inteliguentsia occidental apareció una corriente que
poco a poco fue impregnando el pensamiento de nuestra cultura con una
subversión de valores de tal magnitud que en los últimos años ha desembocado en
el transhumanismo como inevitable consecuencia.
La forma románticamente superficial con la que
se percibieron los hechos de 1968 ha llevado a muchos a considerar que el
pensamiento posmoderno comenzó como un movimiento artístico. Sin negar que
efectivamente tuvo un aspecto que (con bastante buena voluntad) podríamos
llamar “artístico” – como p.ej. los productos “psicodélicos” del movimiento
hippie – lo realmente importante es que ese pensamiento terminó siendo
articulado de modo consistente muy por fuera del arte.
La “deconstrucción” cultural
Uno de los que más se destacó en esa tarea fue
Jacques Derrida (1930-2004), un filósofo que se propuso enfrentar la cultura
occidental desde una posición claramente antitética algo que, por ejemplo, la
investigadora Gabriela Balcarce deja traslucir cuando afirma que:
"La condición de argelino, de
extranjero de una excolonia en el país imperial, y de judío, no ha sido, para
la vida de Jacques Derrida, un elemento sin significado” (
)
Precisamente, el “significado” de esa visión antitética de la cultura
occidental tradicional explica por qué Derrida terminó siendo considerado como el
padre del concepto de “
deconstrucción” y otras nociones expuestas en una
prosa tan forzadamente abstracta que resultan difíciles de interpretar y a
veces hasta hacen sospechar que son términos que han sido escritos para ser
repetidos y no para ser interpretados.
De
todos modos, no hace falta mucha suspicacia para descubrir que ese término de
deconstrucción
no es más que un eufemismo por no decir
destrucción o bien, si se
quiere,
demolición.
El hecho real y verificable es que la idea de “deconstruir” una cosmovisión cuestionando sus valores en forma consecuente y sistemática, conduce a la destrucción de toda la cultura en que esa cosmovisión ha cristalizado. Por supuesto, en el
caso de la cosmovisión occidental, el destruirla ha llevado su tiempo porque el
tradicional pensamiento occidental, desarrollado principalmente en la
Antigüedad y la Edad Media, ()
se fundamentaba en la consecuencia y la coherencia. Precisamente por el poder
de la coherencia misma, a los hombres de Grecia, Roma y el Medioevo ni siquiera
les pareció posible – y menos aún deseable – considerar una forma de pensar
diferente.
El pensamiento tradicional de Occidente
Una de las características más destacadas del
pensamiento occidental fue su coherencia intrínseca. Más allá de aciertos y
errores provenientes de las posibilidades de la ciencia de la época, los
antiguos y los medievales se preocuparon principalmente de mantener un
pensamiento coherente. Eso explica, por ejemplo, el trato que tuvo la idea del
heliocentrismo en sí, una idea que al principio se rechazó pero no por una
cuestión de fanatismo religioso, ni por una terquedad científica de defensa del
sistema ptolemaico, sino,
principalmente, porque Galileo nunca pudo demostrar, es decir: probar,
su teoría. ()
Es que el pensamiento tradicional no aceptaba
un agregado nuevo sin antes confirmar que “encajara” en forma armónica con lo
ya existente. Esto, por supuesto, nunca significó que jamás se aceptara un
pensamiento o un hecho nuevo. El conflicto se producía cuando lo nuevo era
demostradamente cierto pero tenía tal alcance que obligaba a repensar todo o al
menos buena parte de una cosmovisión ya aceptada como válida. Algo que, en ese
caso, tenía que hacerse obligatoriamente para mantener la coherencia de toda la
visión integral del cosmos.
Lo que sucede es que, en Occidente, el
pensamiento tradicional responde a una matriz jerárquica “vertical”, a
diferencia de un pensamiento que esencialmente explicativo que trata meramente de
elucidar lo existente de un modo “horizontal” mediante especializaciones en
compartimentos casi estancos teóricamente justificados en y por sí mismos. Para
entender en qué consiste el pensamiento jerárquico podemos recurrir a un
ejemplo algo metafórico y bastante imperfecto pero muy simple
Pregunta
: ¿Qué tiene de significativo un martillo?
Respuesta: Que con él se puede clavar un clavo.
Esto, que quizás no se entienda a primera
vista, implica que la existencia de un martillo se vuelve significativa para
una persona solamente si al martillo le da sentido algo (el clavo) ubicado en
un plano de existencia diferente al
martillo en sí. Y esto es así porque, si no existiera el clavo, el martillo no tendría un
propósito, la existencia del martillo no tendría sentido, no serviría para
nada, nadie se tomaría el trabajo de fabricar martillos, y el pobre martillo
dejaría de existir.
Dentro de este sistema de pensamiento, no
existe, es imposible que exista, una configuración en la que – para seguir con
nuestro pequeño ejemplo – el martillo exista para ser martillo, es decir, que
exista simplemente por sí mismo y para sí mismo. Lo mismo sucede con el ser
humano. La existencia del Hombre solo para y por sí mismo sencillamente no
tiene sentido. Por medio de la ciencia,
una explicación “horizontal” de lo humano puede intentar dar respuesta a la
pregunta de “cómo” pero jamás podrá ni siquiera aspirar a responder la pregunta de “para qué” ha aparecido el
Hombre sobre el planeta. La existencia horizontal profana puede tener una
descripción; lo que no tiene es sentido. Y no lo tendrá jamás si no se la
interpreta a través de la existencia vertical. En ausencia de una interpretación
vertical jerárquica, cesa toda razón para la acción y hasta para la existencia
misma mientras que la interpretación jerárquica de la existencia conduce
necesariamente del fenómeno físico a la metafísica y de ésta a la teología.
El fracaso del materialismo dogmático
Sucedió, sin
embargo, que al final de la modernidad el materialismo dogmático comenzó a
advertir que se había metido en un callejón sin salida. Cada vez hubo – y hay –
más científicos insatisfechos con una explicación meramente descriptiva de la
realidad por más científicamente exacta y confiable que sea.
Para citar un ejemplo de esto podemos
mencionar que – si bien el darwinismo sigue siendo un verdadero dogma de fe,
especialmente en el mundo académico anglosajón – el intento de explicar el
“como” del origen de la vida y del Hombre mediante la teoría de Darwin y sus
discípulos, poco a poco se está volviendo cada vez más cuestionable toda vez
que hasta los más fanáticos evolucionistas deben admitir que nadie sabe qué ES
– en realidad y concretamente – ese fenómeno que llamamos “vida”.
Una vida que solamente hemos conseguido
describir en forma aproximada y la hemos manipulado dentro de ciertos límites,
pero nunca la hemos podido crear en el laboratorio; nunca pudimos superar el
hecho que la vida en el mundo real siempre surge de otra vida; nunca pudimos
evitar la muerte cuando esa vida llegaba al final de su ciclo, siendo que hasta
el día de hoy ni siquiera la entendemos del todo. Precisamente por eso es que
resulta tan enormemente peligrosa la idea de manipular la vida. Pretender
transformar a un ser vivo sin saber qué es la vida constituye una receta
infalible para el desastre.
En la filosofía medieval la interpretación
jerárquica de la existencia se extendía a todo y permeaba el pensamiento humano
en todo, por lo que también se aplicaba al Hombre mismo. De allí que, en el
esquema del pensamiento tradicional, el Hombre sólo podía considerar su propia
existencia como significativa si podía verla en una relación jerárquica con
otra existencia que trascendía y superaba lo humano. De allí el concepto del
Dios Creador y la relación jerárquica entre el Creador y su creatura.
Dada la impotencia del materialismo dogmático en
cuanto a explicar el “para qué” de la realidad, el lento pero progresivo resurgimiento
de las concepciones jerárquicas amenaza cada vez más con derrumbar el edificio
construido por la ciencia materialista, en el fondo tan intolerantemente
dogmática como la más cerrilmente fanática de las religiones idolátricas. Este
es el peligro que han avizorado los popes de la posmodernidad y, precisamente
por eso, pregonan la necesidad de frenar este proceso de regreso a la
coherencia jerárquica mediante la
“deconstrucción” total del pensamiento tradicional.
La destrucción deliberada de la cultura jerárquica
Basta leer una
de las frases más citadas de Derrida con la debida atención: “La época del
signo es esencialmente teológica. Tal vez nunca termine. Sin embargo, su
clausura histórica está esbozada.” Los resaltados son del
autor. ()
Es decir: si bien admite – quizás a
regañadientes – que la referencia teológica a una jerarquía natural “tal vez”
nunca termine, así y todo anuncia su “clausura histórica”.
No hace falta mucha perspicacia para darse
cuenta que esa “clausura histórica” – con el concepto de “clausura” resaltado
por su propio autor – no significa más que destrucción lisa y llana de
todo lo que puede representar un resurgimiento del pensamiento jerárquico
tradicional. Pero, para no utilizar el término “destrucción” que tiene
demasiado sabor a “demolición deliberada”, se endulza el concepto mediante el
eufemismo de “deconstrucción”. El truco, en todo caso, es bastante
transparente: una cosa es demoler un edificio quitando pacíficamente ladrillo
tras ladrillo hasta hacerlo desaparecer, y otra cosa bastante diferente es
ponerle cargas explosivas y hacerlo colapsar en cuestión de segundos en medio
de un tremendo estruendo y una nube de polvo visible por kilómetros a la
redonda. El impacto en el observador es obviamente diferente. El resultado, sin
embargo, es el mismo.
Lo esencial es que – aun cuando sobreabundan
los fenómenos de decadencia – ya no se apuesta a la decadencia de Occidente en
el sentido que le dio Spengler en su momento. La apuesta de la postmodernidad
es a la destrucción de lo poco que queda del Occidente auténtico para que una
cosmovisión coherente basada en jerarquías y méritos no pueda volver a surgir.
El posmodernismo se dio cuenta de que todo el
patrimonio metafísico y teológico de la cultura occidental es incompatible con
la cosmovisión científica del materialismo dogmático. En consecuencia, las categorías de valores que
antes se pensaban evidentes e indispensables – como, por ejemplo, que la vida
humana necesariamente debe tener un significado – simplemente no deben ser
válidas y se declara autoritativamente que una persona "libre" es
aquella que se inventa y se crea a sí misma, siendo que existe en y para sí
misma.
El pensamiento científico materialista, según
su motivación más íntima, no puede conceder de ningún modo que, para una
comprensión realmente completa de la realidad, sencillamente no basta con
considerar tan solo lo medible, lo visible, lo tangible, lo deducible de
observaciones anteriores o, lo que es mucho más peligroso, lo deducible de
deducciones anteriores que terminan constituyendo teorías no solo indemostradas
sino indemostrables. Es bastante obvio que eso solo no es suficiente. Pero así
y todo, el dogma científico materialista, por cuestiones más ideológicas que estrictamente
científicas, pretende tener la capacidad – actual o, dado el caso, futura ()
– de tomar posesión de todo, inclusive del ser humano. Con esa pretensión, que
niega la esencial sacralidad de la vida, el dogma científico vigente no tiene
mayor impedimento para creer en la posibilidad de la recreación arbitraria del
hombre, y esto no es más que el transhumanismo mismo.
El mito del “Hombre Nuevo”
Desde el siglo XVII las ideologías herederas
de las filosofías subyacentes a la Revolución Francesa, hablaban de la
propuesta de construir sociedades más o menos utópicas para las cuales
proponían cambiar al ser humano y lograr un supuesto “Hombre Nuevo”. Todas
ellas, desde el liberalismo, el socialismo e incluso el anarquismo, apostaban
por la educación y el mito de la infinita educabilidad del ser humano para
lograr esta pretendida transmutación del Hombre real en el Hombre Nuevo
imaginado.
Después del colapso de la URSS, en dónde
prácticamente tres generaciones enteras fueron educadas en un ambiente de
ideología rígida y adoctrinamiento
sistemático dispuesto deliberadamente para inculcar en millones de personas los
principios del materialismo dialéctico, la intelligüentsia postmoderna
tuvo que admitir que el método del adoctrinamiento pedagógico no produce
resultados confiables. Las escuelas soviéticas y las alineadas con la filosofía
marxista no solamente no fabricaron al famoso “Hombre Nuevo” sino que ni
siquiera consiguieron cambiar en forma sustancial las características
etnoculturales del “Hombre Viejo”. En la Rusia actual, no por nada los críticos
de Putin lo asimilan más a un Zar que a un Lenin. ()
En una, o como máximo en dos generaciones más, los efectos de todo el
adoctrinamiento ideológico y cultural marxista habrán desaparecido de la sociedad rusa.

A través de éstos y parecidos fenómenos en todo el
planeta, el posmodernismo ha entendido, aunque más no sea implícitamente, que
lo de la infinita educabilidad del ser humano, tal como se la imaginaba
Rousseau y los pedagogos liberal-marxistas posteriores, no es más que un mito.
La educación sirve y debe servir para transmitir conocimiento. El querer
utilizarla como herramienta de adoctrinamiento ideológico para la fabricación
de un utópico “Hombre Nuevo” es una tarea condenada al fracaso. En
consecuencia, lo que los profetas del posmodernismo se proponen – siguiendo en
esto la observación de Gramsci que la revolución cultural siempre precede a la
revolución política – es la deconstrucción de la cultura misma como
fuente de valores y normas compartidas por toda la sociedad.
Así el objetivo, expresado en la forma más
breve posible, consiste en dejar a la civilización huérfana de cultura ()
en una primera etapa para luego, en una segunda etapa, crear, una cultura
diferente, sintonizada en forma perfecta con una tecnología carente de auténticos
valores éticos y morales. Con una cultura atada a, y justificada por, una civilización
hegemónica y dogmáticamente materialista, se afirma que sería posible actuar
sobre el Hombre, pero ya no tan solo por la vía de la mera educación y la
manipulación psicológica del aparato mediático, sino actuando en forma directa
sobre la estructura psicofísica del ser humano para lograr, lisa y llanamente,
su completa deshumanización.
Mirando más allá de la retórica romántica que
los anunció, no es muy difícil descubrir el verdadero objetivo de la propuesta
de los “Hombres Nuevos”. Se trató siempre de una especie de intento de “fabricación
en serie” de personas unánimemente adictas a una determinada cosmovisión y, por
lo tanto, totalmente subordinadas a la ideología, al sistema, y al régimen en
el cual esa cosmovisión pretendía cristalizar. ()
Hoy la cuestión es muy diferente. Ya no se trata de convencer a las
personas acerca de las bondades de determinada cosmovisión o ideología; ahora
se trata de manipularlas para que acepten voluntariamente ciertas
innovaciones aparentemente placenteras o ventajosas – o ambas cosas – para
luego, desprovistas de una columna vertebral cultural sólida que les organice
su conocimiento y su pensamiento alrededor de valores éticos y morales sólidos,
acepten cualquier condición necesaria para prolongar esos placeres y esas
ventajas en el tiempo.
La transhumanización
Claus Schwab,
fundador y presidente del Foro Económico Mundial de Davos y miembro del Club
Bilderberg , pone esto en el contexto de una Cuarta Revolución Industrial (
)
y un “Great Reset” (Gran Reinicio) que deberá conducir
“… a una fusión de
nuestra identidad física, digital y biológica”. Esta “fusión” no demasiado
clara, significa concretamente instrumentar una tecnología capaz de operar en
contextos biológicos con funciones de control y/o modificación del
comportamiento de sus sistemas.
En otras palabras y referido a lo humano:
modificar nuestro sistema biológico mediante componentes digitales físicamente implantados
para lograr el control de determinados procesos fisiológicos y posibilitar la
programabilidad de comportamientos prediseñados. En pocas palabras de esto
trata el transhumanismo: de lograr un “Hombre Nuevo” convirtiendo al existente
en un ciborg. ()
Para ello, según Miklós Lukács que ha
estudiado el tema a fondo, el objeto del transhumanismo es lograr un “Neo ente”
mediante “la aplicación de tecnologías como la inteligencia artificial, la
biotecnología, la nanotecnología, la robótica y las ciencias de materiales”. ()
¿Suena a ciencia-ficción? ¿Suena a teoría
conspirativa? Ni lo uno ni lo otro; si bien la propuesta transhumanista tiene
ribetes de utopía científica y se transmite con una respetable dosis de ingeniería
comunicativa, todo es perfectamente racional y no tiene gran cosa de secreto. Sabemos
qué se pretende hacer, sabemos quiénes lo impulsan, sabemos qué empresas se
dedican a ello, sabemos cuáles son los proyectos en curso, sabemos con qué
tecnología se está experimentando. En realidad, si analizamos la propuesta
transhumanista a fondo, la enorme mayor parte de lo que no sabemos no lo saben
tampoco los involucrados en el proyecto.
En primer lugar, no sabemos si la utopía es
posible en absoluto y, en el caso en que lo sea, cuáles son sus límites. Algunas
cosas no son utópicas por la sencilla razón de que ya las estamos haciendo. Por
ejemplo, un marcapasos es un dispositivo no-biológico que produce impulsos
eléctricos que regulan un órgano biológico: el corazón humano. Mediante un
implante, ya es posible conectar un transductor electrónico directamente al
nervio auditivo con lo que personas sordas pueden oír. De modo que el
transhumanismo no se basa completamente en utopías, muchas cosas ya se hacen
pero nadie sabe dónde está su límite. ¿Hasta qué punto se puede convertir un
ser humano en un ciborg sin destruirlo; hasta qué punto es posible
manipular su biología sin que todo el sistema vital colapse y el individuo
muera?

En segundo lugar, lo otro que nadie sabe son
las consecuencias de algunas posibles implementaciones. La pregunta aquí ya no
es si el sujeto muere o no. La tragedia que podría llegar a ocurrir por las
consecuencias del manipuleo es mucho peor que la muerte que, por más trágica
que sea, en última instancia es el fin inevitable de todo ser vivo. Como
consecuencia de un proceso de transhumanización ¿en qué punto y hasta qué punto
un ciborg dejaría de ser
humano? Porque un
ciborg que dejara de
ser humano ya no sería un
ciborg. Sería un
robot. Y hay muchas
razones para sospechar que, en el fondo y a largo plazo, ese puede ser el
objetivo de mucha gente con mucho poder.
Generalmente se aclara que ciborg y
robot no son lo mismo. Técnicamente es cierto. En principio, un ciborg
es un organismo vivo con elementos cibernéticos agregados; un robot es una
máquina cibernética construida íntegramente de materia inorgánica. Pero en
cuanto a su funcionalidad, su comportamiento y su razón de ser hay zonas grises
que no están para nada claras. Lo mejor que podemos hacer para ilustrar esto es
comparar las reglas que – en teoría – deberían regir el comportamiento de un ciborg
con las que se han elaborado para el de los robots.
Según Zoltan Istvan Gyurko ()
las tres leyes que deberían regir el transhumanismo son:
1. Un transhumano debe salvaguardar la propia existencia por
encima de todo.
2. Un transhumano debe esforzarse por lograr la omnipotencia lo
más rápidamente posible, siempre que las acciones de uno no entren en conflicto
con la Primera Ley.
3. Un transhumano debe salvaguardar el valor en el universo,
siempre que las acciones de uno no entren en conflicto con la Primera y Segunda
Ley.
Si bien es cierto que este autor no proviene
exactamente del ámbito científico (en realidad su libro es una novela), basta
comparar sus 3 definiciones con las 8 establecidas en la llamada “Declaración
Transhumanista” para ver que refleja sumamente bien la iniciativa de los
científicos que desarrollaron la idea. ()
Pero lo más interesante es comparar estas
reglas con las tradicionales leyes de la robótica establecidas mucho antes por Isaac
Asimov:
1. Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción,
permitir que un ser humano sufra daños.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres
humanos, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia siempre que dicha
protección no entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley ()
Más tarde Azimov modificó la primera ley con
una redacción más genérica:
1. "Ninguna máquina puede dañar a la humanidad; o, por
inacción, permitir que la humanidad sufra daños". ()
Unos 36 años más tarde Azimov agrega una “Ley
Cero” y reescribe las otras tres como subordinadas a la misma.
0. “Un robot no puede dañar a la humanidad o,
por inacción, permitir que la humanidad
sufra daños. ()
Es interesante analizar las sucesivas
modificaciones. Según la primera regla de 1941, un robot no podría, por
ejemplo, hacer la amputación quirúrgica de un miembro humano gangrenado, ni
podría tampoco permitir que la haga un cirujano. En ambas situaciones el robot
estaría ante el caso de “dañar
a un ser humano” o, “permitir que un ser humano sufra daños”. Que el “daño” sea
necesario para salvarle la vida al amputado es algo estaría más allá de la
capacidad de discernimiento de un robot.
Por
consiguiente, un ciborg que dejó de ser humano y un robot tendrían la
misma limitación que obligó a Azimov a modificar dos veces sus leyes, las
cuales trataron de adaptar los transhumanistas haciéndolas más genéricas y
ambiguas. El escollo es el discernimiento entre varias opciones posibles en la
toma de una decisión que resuelve un problema. De hecho, si hay más de una
forma de resolver una cuestión, ¿qué criterio debería adoptar un ciborg
o un robot mecánico para decidir la aplicación de una solución y no cualquiera
de las otras igualmente posibles?
La Inteligencia Artificial
Pues, sucede
que en la resolución de este dilema hace varias décadas que se está elaborando
un método: se trata de la “Inteligencia Artificial” que, a esta altura de su
desarrollo, parece haber madurado lo suficiente como para hacerla accesible al
público en general, aunque más no sea para que todos nos vayamos acostumbrando
a la idea.
Por el
momento la inteligencia artificial al alcance del gran público es más
artificial que inteligente. Con un poco de ingenio, no es muy difícil llevar
las aplicaciones actuales ()
a cortocircuitarse en un círculo vicioso al tratar de responder a las preguntas
que uno les hace. ()
Por otra parte, las aplicaciones que hoy se venden como de Inteligencia
Artificial no son sino “juguetes” digitales en su gran mayoría. Las que superan
este nivel, están todas cuidadosamente sintonizadas para dar respuestas
“aceptables” según los cánones de las ideologías cultural y políticamente hegemónicas.
No obstante
hay que saber que la Inteligencia Artificial, como técnica, no es un juguete en
absoluto. No lo es, porque es una tecnología capaz de “aprender”. Y permítanme
dar algunos ejemplos.
Cuando salieron las primeras computadoras
caseras, allá a fines de la década de los 1970 y principios de los 1980, pude
maravillarme jugando al ajedrez contra mi flamante Commodore 64 cargando el
programa
Sargon. (Los que trabajan en informática no se rían por favor).
Para un ajedrecista novato como yo no era fácil ganarle al
Sargon pero,
a veces, lo conseguía. Más tarde, con el
SargonII y la Commodore 128 ya fue
muchísimo más difícil. (
)
Hoy a la aplicación de ajedrez
Stockfish no le ganaría ni consultando un manual de partidas famosas
explicadas. ()
Pero aparte de recordar cosas de los “buenos viejos tiempos” informáticos de
hace 40 años atrás, la moraleja de esta historia es que las aplicaciones de
Inteligencia Artificial pueden “aprender” y con ello ir perfeccionándose en el
tiempo. Una aplicación programada para ser un simple juego, no solo sirve para
“amigar” a las personas acostumbrándolas al uso de una tecnología nueva y
“divertida”, sino para ir mejorando los algoritmos del programa a medida en que
van surgiendo las cuestiones que emergen de su uso.
Otro ejemplo de
esto son los programas traductores. La primera vez que se me ocurrió
experimentar con una de estas aplicaciones – allá por la época del Windows 3.1
– la traducción del castellano al inglés de la frase: “Pase nomás y tome
asiento” dio por resultado: “Pass
no more and drink a seat”. Cuando quisimos traducir “Avenida
Perito Moreno 800, Ushuaia; Tierra del Fuego”, nos dio: “The downfall of the Brown Expert 800, Ushuaia,
Land of the Fire”.
Acabo de poner estas mismas frases en el
traductor de Google y me dio, para la primera: “Just come in and take a seat”;
y para la segunda: “Avenida
Perito Moreno 800, Ushuaia; Land of Fire“. Como ven, no
se puede decir que la inteligencia artificial es un mal alumno. En unos 30 años
evidentemente aprendió un montón…
¿Hasta dónde es posible hacer “evolucionar” un
programa de Inteligencia Artificial? La respuesta exacta no la tiene nadie.
Pero imaginemos tan solo el módulo de control de un ciborg (o incluso de
un robot) con inteligencia artificial integrada y una capacidad de
desarrollarse de la misma manera en que se desarrolló el juego de ajedrez para
computadoras desde el primitivo Sargon hasta el actual Stockfish.
Tengámoslo presente: hacia mediados y fines de
los años 1950 un gerente de IBM pronosticó que las computadoras jamás sabrían
jugar al ajedrez. En 1996/97 la computadora Deep Blue y su sucesora Deeper
Blue construidas y programadas justamente por IBM, le ganaron partidas al gran
maestro Gary Kaspárov. ()
Y las computadoras actuales tienen una capacidad de procesamiento infinitamente
superior a las del fin del Siglo XX.
Conclusión
Hemos recorrido un camino (bastante tortuoso)
desde el postmodernismo, pasando por el transhumanismo hasta las aplicaciones
digitales de la inteligencia artificial.
La “deconstrucción” deliberada de
nuestra cultura posibilita la alteración y el “reseteo” de los conceptos
filosóficos, metafísicos, morales y religiosos tradicionales, volviendo
aceptables comportamientos y prácticas que la cosmovisión tradicional de
Occidente ha venido rechazando desde hace más de 2.500 años.
Las tecnologías aplicables en los experimentos
del transhumanismo posibilitan el control de organismos biológicos para
hacerlos responder a determinados estímulos con comportamientos previamente
programados y automatizados.
Y por último, mediante los módulos de
cibernética con inteligencia artificial incorporada a los módulos de control
implantados en organismos humanos, se abre la posibilidad de dotar de la
capacidad de toma de decisiones inteligentes a dichos módulos, favoreciendo
determinados comportamientos y bloqueando otros considerados indeseables.
El panorama a futuro que se abre considerando
estos elementos parecería ser macabro; sería algo así como la posibilidad de
una robotización de todos los seres humanos que no pertenezcan a una selecta
élite autoelegida y detentadora del poder real. Ciertamente, el análisis
permite prever una distopía de ribetes apocalípticos. Pero esa conclusión no es
la única posible.
El ejemplo del marcapasos; las prótesis
actuales que permiten sustituir con elementos mecánicos extremidades inferiores
y hasta superiores dañadas en un accidente; “chips” implantados que
permiten oír a los sordos y los desarrollos que permiten ver a los ciegos ();
y cientos y hasta miles de otras instrumentaciones posibles de la tecnología
cibernética; todos estos avances no pueden ser evaluados a priori como
negativos.

Por otra parte, surge también la pregunta de
orden práctico: ¿Se puede detener el avance de la tecnología? La Historia nos
enseña que no. Para luchar contra la mecanización de la industria se dice que un
inglés de nombre Ned Ludd rompió, hacia 1811, un montón de máquinas textiles y
dio inicio a un movimiento llamado “ludita” que se opuso a todo el maquinismo
de la primera Revolución Industrial rompiendo las máquinas. Demás está decir
que el movimiento fracasó. Otro conocido caso se dio al inicio de la era del
ferrocarril. Un defensor de los carruajes a caballos profetizó que los trenes
nunca suplantarían al carruaje porque la velocidad máxima que soportaría el
cuerpo humano era – según él – de 60 km/h. Hoy circulan trenes a 400 km/h en
Europa. La tecnología, si es útil, resulta indetenible. Y, si es rentable,
muchas veces se impone aun cuando sea nociva porque la propaganda comercial la
convierte en atractiva y la codicia logra hacerla aceptable.
¿Cuál es la solución entonces? La de la
estrategia práctica que nos dicta la experiencia diciéndonos que a los males
hay que cortarlos de raíz porque, de otra manera, de una forma u otra
siguen creciendo.
La raíz de la posibilidad de que el desarrollo
tecnológico desemboque en una ucronía apocalíptica está en las primeras
estaciones del camino que acabamos de recorrer. Por de pronto tenemos que
darnos cuenta de que el problema no reside en la tecnología en sí sino en su
posible aplicación. Utilizar elementos cibernéticos para aliviar desgracias y
posibilitar restauraciones en órganos afectados no es algo malo. Desarrollar
módulos de inteligencia artificial para facilitar los procesos de tomas de
decisión puede permitir, entre otras cosas, la creación de puestos de trabajo
para muchísima gente con problemas para capacitarse en tecnotrónica, del mismo
modo en que la línea de montaje instaurada por Henry Ford le dio trabajo a una
enorme cantidad de gente simple, sin una gran preparación educativa, con
operaciones que se aprendían directamente en la fábrica misma.
¿Dónde está pues la raíz a arrancar? Está en
la deconstrucción cultural que altera nuestros valores y destruye
virtudes y principios. Y está también en la forma de enfrentar esa demolición;
porque no basta con tan solo “oponerse” en términos generales. Hay que
encontrar la forma de resistir.
No se puede – ni nos conviene – tratar de
frenar o limitar el desarrollo tecnológico. No se puede – ni nos conviene –
tratar de frenar el desarrollo de la inteligencia artificial mediante leyes
restrictivas. No se puede – ni nos conviene – tratar de ponerle límites a la
inventiva del ser humano.
Lo que sí se puede – y nos conviene – es
ponerle límites severos a la codicia, al hedonismo, a la corrupción, a la
irresponsabilidad, al egoísmo y a la egolatría, al materialismo, al
utilitarismo extremo, al ateísmo dogmático, a la vulgaridad, a la hipocresía,
al acceso al poder político de ineptos, inútiles, corruptos e hipócritas. Y
para lograrlo podemos – y debemos – utilizar las herramientas que justamente
la tecnología pone a nuestra disposición.
No dejemos de considerar una gran verdad:
todas las grandes revoluciones, todos los cambios revolucionarios, fueron –
para bien o para mal – fenómenos posteriores a una revolución cultural previa. La
Historia nos enseña bien claramente que La Revolución Cultural precede a la
Revolución Política. Precisamente por eso, el proceso actual se alimenta de la
demolición deliberada de todos nuestros valores culturales tradicionales.
Quienes impulsan la deconstrucción de los valores culturales de
Occidente lo hacen en forma deliberada sabiendo perfectamente que,
demoliendo nuestra cultura, toda nuestra civilización queda a merced de cuanto
cambio se les ocurra o les convenga a los actuales detentadores del poder
global.
Hay que usar las herramientas disponibles para
dar la guerra cultural. Entre ellas, probablemente la principal – o al menos la
más útil y masiva de todas – es Internet con sus redes sociales, sus sitios de
publicación de páginas, sus “chats” y sus múltiples vías de comunicación y
posibilidades de intercambio de documentos. Hay que aprovechar estas
posibilidades a fondo, en parte para reivindicar los auténticos valores y las
auténticas virtudes de nuestra cultura, pero en parte también para dejarles a
todos los que comparten estos valores y estas virtudes el mensaje de que no
están solos. Así como cuando compramos un automóvil debemos aprender a
manejar, de la misma forma cuando compramos una computadora debemos aprender a
usarla a fondo para aprovechar todas sus posibilidades. Si no lo hacemos,
una computadora no nos será más útil que una paloma mensajera.
Y por supuesto que Internet no es lo único. El
compromiso personal, el involucramiento personal y la capacitación de uno mismo
importan mucho. Es más: sin eso Internet y todos los recursos de comunicación
actuales no servirían para nada. Una herramienta no será nunca mejor ni más
efectiva que la persona que la usa.
Son las personas; es la voluntad de las
personas, su entusiasmo, su sentido del deber y su pasión por las grandes
batallas, lo que mueve las ruedas de la Historia.
No seamos una simple oposición; seamos la
resistencia con la voluntad de librar todas las batallas para ganar la guerra
cultural.
Porque no se trata de una batalla. Hoy ya se trata de
una guerra.
Una guerra que tendrá muchas batallas.