Es instructivo detenerse
un poco en la crítica de los que,
no solo nunca han conseguido llegar al Poder,
sino que jamás han pasado de la etapa del
"cuantos somos, que nombre le ponemos
y cuando sacamos la Declaración de Principios".
La gota horada la
piedra
no por su fuerza sino por su constancia.
Ovidio (42AC – 17DC)
Desde que tengo uso de razón política – y ya va siendo más de medio siglo – he tenido oportunidad de ver casi innumerables intentos de lograr la unión de las fuerzas nacionales. Es más: por mis pecados, incluso he participado en algunas ocasiones de iniciativas a tal efecto. Lo hice hasta que me di cuenta que, para llegar al punto “B” partiendo del punto “A”, se pueden elegir muchos caminos pero el menos recomendable de todos es tratar de llegar dando vueltas por el mismo círculo una y otra vez.
La cosa siempre comienza alrededor de una mesa, en algún bar, un
domingo a propósito de un asado etílicamente muy bien regado, o alguna otra
oportunidad semejante. Se reúnen entre cuatro y seis o siete personas y deciden
formar: 1)- Una agrupación, si son más o menos racionales, o bien 2)- Un
Movimiento, si están ya tan exaltados que sueñan despiertos, o bien 3)- Un
partido político, si están completamente locos y además el etílico les ha
pegado demasiado fuerte.
Lo de la Declaración de Principios ahora ya no se estila
pero en su momento requería larguísimos debates acerca del contenido; pero más
largas controversias todavía se armaban en cuanto a las palabras exactas a
emplear. No era lo mismo “libertad”, que “soberanía”, o “independencia” o
“autarquía”, o “autonomía” y de “emancipación” ni hablemos. Cada uno de estos términos podía llevar horas
enteras del más profundo análisis semántico; lo cual con el tiempo me terminó
enseñando algo: y fue que hay muchas discusiones posibles alrededor de
cualquier tema pero las discusiones más perfectamente inútiles son las
discusiones semánticas.
Lo que sucedió fue que ese ultra perfeccionismo de algún
modo se coló en la mentalidad ideológica de muchos de tal modo que se convirtió
en dogma de fe y vara de medida para juzgar cualquier propuesta, posición o
acción política. Desde el llano, por supuesto, porque demás está decir que
ninguna de esas agrupaciones, movimientos o partidos políticos llegó al Poder
y, por consiguiente, todos tuvieron la enorme ventaja de no tener que vérselas
con los problemas prácticos y concretos que todo ejercicio real del Poder
político tiene que resolver.
Desde esa posición, los dogmáticos del perfeccionismo – y
esto les cabe tanto a los de derecha como a los de izquierda – se sienten
acreditados a desempeñarse como jueces supremos de las acciones de cualquier
político, cualquier partido y cualquier movimiento. Conozco unos cuantos que
nunca han conseguido llegar ni cerca del Poder pero que, sin embargo, actúan
como depositarios de la perfección doctrinaria. Esta gente, desde las
inaccesibles alturas de su excelsitud ideal, minimizan los logros de aquellos que,
aún lejos de la perfección, luchan y por lo menos consiguen hacerse oír en una
selva de medios metodológicamente adversos.
Claro, si uno está en posesión de las soluciones óptimas, si
uno vive allá, en el pináculo del idealismo abstracto inalcanzable para los
infelices mortales, y si encima uno no tiene ninguna responsabilidad por las
críticas que emite, entonces no cuesta mucho constituirse en juez y dictar
sentencia sobre los actos y las decisiones de los que luchan en el barro contra
los cerdos que, como decía Bernard Shaw, no solo se ensucian sin ningún
problema sino que encima les gusta.
Yo a estos perfeccionistas les pediría amablemente que, al
menos por un tiempo, dejen la criticonería de lado y demuestren más lo que
saben hacer y no tanto lo que saben decir. Que de última a sus dichos los sabemos de memoria
porque hace como ochenta años que siempre dicen lo mismo.
Eso que los medios hoy catalogan de "extrema
derecha" por supuesto que no es para nada extrema. En muchos casos se
trataría, tan solo del “extremismo” del sentido común y gracias. Decir de
Orbán, Melloni, Abascal, Marine Le Pen o la gente del AfD que son “extremistas”
es estirar el concepto de “extremismo” hasta el más imposible extremo de la flexibilidad.
Lo gracioso del caso es que lo de “extremistas” es un calificativo que les han
endosado sus enemigos políticos en la esperanza de que el electorado se espante
de lo “extremo”. Cómo tendrá la
paciencia colmada la nada despreciable cantidad de gente que los apoya siendo
que los vota a pesar de – o quizás precisamente porque – todo el mundo
polcorrecto los considera extremistas.
Pero si la “extrema derecha” tiene muy poco – si es que
tiene algo – de extrema, tampoco tiene gran cosa de “derecha”; sea lo que se
quiera señalar hoy en día con ese término.
La sinrazón de dividir el arco político en derechas e
izquierdas ya ha sido demostrada infinidad de veces. En realidad de verdad lo
de “derecha” e “izquierda” – incluso lo de “centro” – solo es un
convencionalismo para graficar posiciones, no para sintetizar el contenido
ideológico de esas posiciones. Son tan solo “lugares” abstractos dentro de un
mismo sistema y ni siquiera son consistentes dentro de las variables locales
del mismo sistema. Un liberal con todas las de la ley sería considerado “de
izquierda” en Europa mientras que en la Argentina todo el mundo lo pondría a la
“derecha” al lado de Milei.
En realidad, cada tendencia política es definida por su
enemiga política. Los de derecha son de derecha porque los de izquierda los
etiquetan como “de derecha”, y viceversa: los de “izquierda” son aquellos que
“la derecha” señala como “la oposición de izquierda”. Lo cual me hace recordar la frase de Alain de
Benoist que supo decir ante la crítica de los intelectuales franceses de
izquierda: “No me molesta que me llamen de derecha; por lo menos eso define que
estoy en otro lugar”.
Con todo, la reacción de los medios masivos ante las
elecciones parlamentarias de la UE revela preocupación. Y, si hay preocupación
en esos ámbitos, es signo de que tan mal no viene la tan mentada “extrema
derecha”. Al fin y al cabo la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en Francia ¡obligó
a la disolución del parlamento francés, al llamado a nuevas elecciones legislativas
y queda por ver si no voltea todo el gobierno! La Alternativa para Alemania
(AfD) fundada hace apenas 11 años ya llega poco a poco a ser la segunda fuerza
política en Alemania y la primera en algunas provincias alemanas.
Orban, el enfant terrible de Hungría – un país del tamaño de la provincia de Neuquén y la población de Honduras – lleva siendo elegido cinco veces Primer Ministro: la primera vez para el período 1998-2002 y después de un período en la oposición, ha sido reelegido por cuatro mandatos consecutivos desde 2010 a la fecha – es decir con una permanencia continua de más de 14 años con una mayoría parlamentaria de dos tercios.
Son logros y avances que no se pueden barrer bajo la alfombra con el argumento fácil de que los muchachos de la AfD no desfilan por la avenida Unter den Linden de Berlín a paso de ganso festejando la reincorporación de Austria a un nuevo Reich gracias a una alianza con el FPÖ austríaco. La gente de la Agrupación Nacional en Francia no va a producir en los próximos meses una versión maurrasiana de la Revolución Francesa. Viktor Orban no va a restaurar la Gran Hungría del rey Matías Corvino y Santiago Abascal de Vox no va a reconstruir en los próximos meses la España misionera y conquistadora dotada de alas de Imperio con la que soñaban los falangistas de José Antonio Primo de Rivera. Como que Giorgia Melloni tampoco va a convertir el Mediterráneo en el Mare Nostrum de un nuevo Imperio Romano en el cual el Senatus Populusque Romanus sea suplantado por un nuevo Gran Consejo Fascista.
Es cierto: nada de eso ocurrirá en el corto y muy
probablemente tampoco en el mediano plazo. Y en cuanto al largo plazo los
Hombres seguirán proponiendo y Dios seguirá disponiendo como siempre, porque como con no
poco sarcasmo sentenció en su momento John Maynard Keynes, el largo plazo no
existe porque en el largo plazo estaremos todos muertos.
Por consiguiente, los resultados de la votación para el
Parlamento Europeo del 9 de Junio pasado, no son para salir a descorchar
botellas y brindar por el resultado de la Gran Revolución Esperada.
Decididamente estamos lejos de eso. Pero hay que ser muy ciego y muy obtuso
para no ver que a la frase anterior hay que evaluarla con los datos del
contexto y la tendencia. Hay muchas cosas en juego – y no son las mismas en
todos los países – el panorama es complejo, las posibilidades políticas reales
de los diferentes protagonistas tampoco son las mismas, y, por sobre todas las
cosas, las condiciones del mundo entero no son ni por asomo las mismas de la
primera mitad del Siglo XX.
Así como “la izquierda” tuvo que revisar sus papeles después
del derrumbe de la Unión Soviética, del mismo modo “la derecha” tiene que
revisar los suyos. Y no porque los ideales nacionales y los conceptos de
nacionalidad seas malos u obsoletos, sino porque los problemas han cambiado y
los problemas actuales no se resuelven con las propuestas de la primera mitad
del Siglo XX.
Han pasado más de 70 años. No es cuestión de cambiar de
ideales; especialmente no de aquellos basados en el sentido común, en la real condición humana, y en la sólida
experiencia de una tradición más de dos veces milenaria. Pero sí es cuestión de
adecuar estrategias, tácticas y conceptos a una guerra que ya no transcurre en
los viejos campos de batalla ni se libra con las armas que fueron efectivas
cuando no existía ni la TV, ni las computadoras, ni los celulares, ni la
estación espacial, ni los drones. Decididamente ya no estamos igual que cuando
los datos había que sacarlos de la biblioteca, o de los 12 tomos de la
Enciclopedia, y cuando a los “boletines” los imprimíamos a mimeógrafo, los
repartíamos a mano y los mensajes de texto los entregaba el cartero.
Hoy, dos días después de la votación europea, nuestra vida
no ha cambiado ni va a cambiar gran cosa en el próximo par de meses. Con tan
solo un poco de suerte y mucha constancia, dentro de un par de años, este “fuerte
avance de la derecha” será recordado como apenas el principio del proceso
mediante el cual Occidente recuperó el sentido común. Lo que sucede es que, sin
ser el sentido común algo "extremo" ni nada parecido, al recuperarlo ya
no parecerá tan imposible rescatar al menos lo esencial y básico de nuestra
cultura que hoy viaja por el tobogán de la mediocridad hacia la más total
decadencia.
De una vez por todas hay que dejar de lado la crítica fácil a las diferentes corrientes nacionales que han surgido para enfrentar una enorme cantidad de problemas que amenazan con destruir por completo nuestra cultura y hasta nuestra civilización: la destrucción de las familias, la mestización inasimilable de las sociedades, la sistemática estupidización de las masas, el afeminamiento de los varones y la masculinización de las mujeres, la sexopatía que recomienda la hormonización de los niños, la hegemonía de los plutócratas financieros, el materialismo dogmático, el ateísmo militante que lucha por eliminar a Dios de la ciencia y hasta de la metafísica atacando no ya tan solo a la religión sino negando directamente la religiosidad como algo normalmente inherente a la condición humana, el individualismo codicioso, el hedonismo que no se detiene ni ante la autodestrucción por narcóticos, la relativización de los valores morales y la tolerancia frente al crimen, el analfabetismo funcional producto de una educación convertida en adoctrinamiento, el belicismo hipócrita que condena verbalmente la guerra pero que la provoca para mantener el control sobre regiones y países enteros alimentando de paso una enorme industria bélica.... y la lista podría seguir, no digo ad infinitum pero sí por un buena cantidad de páginas.
Quienes están, de algún modo y en alguna medida, peleando contra todas esas lacras no se merecen el desánimo producido por el discurso de los que desprecian cualquier pequeño logro parcial solamente porque no es ni óptimo ni perfecto según su bastante debatible punto de vista. No es tan cierto que "lo óptimo es enemigo de lo bueno". No se trata de eso. Esa máxima se ha usado incluso para justificar cualquier mamarracho. De lo que se trata es de que, a la larga, muchos pequeños buenos logros, adecuadamente asegurados – y hasta algunos fracasos bien aprendidos – pueden conducir a resultados óptimos. Y varios resultados óptimos pueden terminar aproximándonos bastante a lo perfecto en la medida en que la perfección es humanamente posible en absoluto.
Las grandes construcciones no se levantan de golpe a la invocación de un mágico "abracadabra". Se levantan poniendo piedra sobre piedra, ladrillo sobre ladrillo, a lo largo de una cantidad considerable de tiempo.
Como señalaba Ovidio, una gota de agua persistente puede terminar perforando la piedra.
En la metáfora del poeta romano el acento está puesto en la constancia.
En la vida real de los seres humanos el énfasis está puesto en una constancia con voluntad de aprender.