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miércoles, 14 de marzo de 2018

LA INVASIÓN DE LAS RATAS


ALBERT WASS

LA INVASIÓN DE LAS RATAS


Si quieres una demostración que la evolución es real,
no pierdas tu tiempo con fósiles,
solo observa a las ratas de la ciudad de Nueva York.
Empezaron como inmigrantes, polizones en algún barco de carga.
Solo los supervivientes lograron reproducirse
y han ido progresando con cada nueva camada.
Más inteligentes, más rápidas, más fuertes.
Preparándose para gobernar.
Manhattan no es la primer isla que conquistaron.
Andrew Vachss


La flauta del Flautista de Hamelín nunca nos ha abandonado
y es esencial que entrenemos nuestros oídos
para escuchar sus notas cuando desafina
porque, en nuestro caso,
la flauta está siendo tocada por las ratas.
Dimitris Mita




El hombre reinaba desde la casa que estaba sobre la colina. Reinaba sobre el jardín, sobre los árboles, los arbustos y sobre las verduras de su quinta. Reinaba sobre las tierras aradas, sobre los prados y los pastizales, y reinaba también sobre el bosque que comenzaba al otro lado de la colina y se extendía hasta llegar a las montañas. Los árboles producían frutas. El hombre que vivía en la casa las cosechaba y las guardaba para el invierno. Recolectaba las verduras de la quinta y las guardaba en el sótano para que no las afecten las heladas. Recolectaba el cereal de las tierras aradas, el heno de los pastizales, y el bosque le daba madera para su fuego. Y todo ello lo disponía del modo más conveniente, ya sea dentro de la casa o a su alrededor. Al principio del invierno arreaba a sus animales, los sacaba de los pastizales para alojarlos y cuidarlos al calor del establo. Así vivía el hombre.

Además, hay que saber también que sobre la chimenea de la casa, desde la primavera hasta el otoño, hacían guardia las cigüeñas y debajo del alero anidaba una pareja de golondrinas. En primavera, el aroma de los abedules brotados rodeaba la casa y durante el verano la cercaba el canto de los pájaros y un sinnúmero de flores.

La casa tenía grandes y gruesas paredes a las que, una vez al año, el hombre pintaba con cal – excepto en aquellos lugares en los que había trepado un rosal silvestre. Este rosal florecía hacia mediados de Junio y, en esos momentos, su perfume invadía las habitaciones a través de las ventanas abiertas de par en par.

Así vivió la casa y, dentro de ella el hombre, por largo tiempo.

Un nublado día de otoño, cuando la lluvia caía a baldazos del cielo, llegaron dos pequeñas ratitas grises completamente empapadas. Venían de muy lejos, tenían frío y hambre. Vieron la casa, se metieron por la puerta abierta y se escondieron en el sótano. Encontraron comida en abundancia, saciaron su hambre y en poco tiempo comenzaron a engordar. Para el invierno ya habían echado cría y volvieron a tenerla en primavera. Las ratas jóvenes que crecieron allí, ya sentían la casa como propia y correteaban por el sótano como si éste les perteneciera.

Al principio, el hombre ni las vio. Más tarde, si bien se dio cuenta de que algo estaba carcomiendo las verduras, no le dio mayor importancia. Había suficiente. Alcanzaba para compartirlo con alguien que tuviese hambre. De pronto, un día vio a una ratita corriendo al lado de la pared. "Qué pequeña y qué asustadiza." – pensó – "Pues dejémosla vivir si así lo desea".

Pasó el tiempo y las ratas se multiplicaron. Primero devastaron el sótano. Después comenzaron a perforar las paredes por los cuatro costados, con agujeros profundos llenos de vericuetos, hasta que aquí y allá aparecieron incluso en las habitaciones. El hombre meneó la cabeza cuando vio el primer agujero en su habitación. Dado que no le gustaba el desorden, tapó la abertura y la pintó con cal. Pero a la mañana del día siguiente allí estaba el agujero de nuevo. Tres veces seguidas el hombre lo tapó y tres veces seguidas las ratas volvieron a destaparlo. Al final el hombre se dio por vencido y pensó:

–  Ellas también tienen que vivir. Y si para ellas solo así está bien, pues que sea.

Y a partir de allí ya no tapó los agujeros. Las ratas, por su parte, continuaron multiplicándose con gran rapidez, como que también se multiplicaron los agujeros en las paredes de la casa. Ya no aparecían solo en el sótano. Se metían en el depósito, en el altillo, y de noche se metían hasta en las habitaciones y roían todo lo que podía roerse. Y un día, cuando ya empezaron a roer sus botas domingueras, el hombre se enojó, tomó su hacha y la tiró contra las ratas. Le pegó a una justo en la cabeza y la rata murió.

Ante esto, las ratas se amontonaron, mortalmente ofendidas. De inmediato anunciaron que el hombre era un enemigo que no las dejaba vivir, que coartaba su libertad, que ignoraba sus derechos, que era un malvado asesino egoísta.

–  ¡Ya no seremos sus esclavas! – chilló la rata principal parada sobre un tazón de grasa de cerdo. – ¡Exigimos nuestra libertad y nuestros derechos!

Y las ratas decidieron que iniciarían las hostilidades contra el hombre.

Pero el hombre no sabía nada de todo esto. Olvidó muy pronto su enojo, se compró otro par de botas domingueras y no se preocupó más por las ratas. Y eso que para ése entonces ya eran tremendamente numerosas. En el sótano se comieron toda la verdura, en el depósito toda la harina y todo el queso. Más aun: empezaron a mordisquear hasta el tocino aun cuando sabían que para el hombre ése era su tesoro más preciado; tan preciado que no lo compartía ni con su fiel perro.

Cuando el hombre se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, tomó el tocino, lo ató con un alambre y lo colgó de una viga. Esto fue lo único que faltaba para hacer estallar una auténtica y gran indignación entre las ratas.

–  ¡Insolencia, infamia! – gritaron cuando se dieron cuenta de que ya no podían alcanzar el tocino. – ¡Se roba nuestros víveres, nos despoja, nos explota! ¡No lo toleraremos! – y se sublevaron.

–  ¡La casa es nuestra! – declararon entre ellas – En realidad siempre fue nuestra y solo toleramos al hombre a condición que se comportara como es debido. ¡Pero se acabó!

Y una noche, mientras el hombre dormía, lo asaltaron, lo mordieron por todas partes, lo expulsaron de la casa, lo persiguieron hasta que estuvo bien lejos y después, orgullosas, le anunciaron al jardín, a los árboles, a los animales y a los pájaros, y hasta a las flores – que de allí en más, por ley y por derecho, la casa ya no pertenecería al país de los seres humanos sino al país de las ratas.

Luego de eso, comenzaron a reinar al modo de las ratas. Devoraron todo lo comestible y royeron todo lo que vieron incluso si no era comestible. Vaciaron el sótano, el depósito y el silo del trigo. Los pájaros se mudaron, las flores se marchitaron, las paredes de la casa comenzaron a desmoronarse y ennegrecerse, el aroma de los árboles y las flores fue suplantado por el hedor. Las verduras se pudrieron en la quinta porque nadie las cosechaba. Las frutas maduraron, cayeron de los árboles y se pudrieron. El trigo no fue sembrado, a los sembradíos los lavó la lluvia y los barrió el viento. Y vino el invierno y para entonces las ratas se habían comido todo lo comestible y roído todo lo masticable.

Las paredes estaban llenas de agujeros, las tejas cayeron del techo, debajo de las ventanas y de las puertas bostezaban enormes rajaduras. Y las ratas comenzaron a pasar hambre porque ya no quedaba ni un gramo de trigo y porque por las rajaduras de las puertas y las madrigueras de las paredes se filtraba el viento, la nieve entraba por el techo dañado y las ratas no sabían qué hacer.

Al principio empezaron a pelearse entre ellas. Se desgarraron y se mataron entre sí, se mordieron y se comieron mutuamente; pero al final no pudieron hacer más que salir y abandonar el reino arruinado.

El hombre, sin embargo, volvió al principio de la primavera siguiente. Arregló el techo, limpió toda la casa, reparó las paredes y las pintó con cal, labró la tierra, sembró y plantó. Para cuando llegó el verano, la casa volvió a estar rodeada del aroma de las flores y del canto de los pájaros. Hacia el otoño volvió a llenarse el sótano, el depósito y el silo de grano. Para cuando llegó el invierno todo estaba otra vez como si nunca hubiese pasado nada.

No obstante, habían quedado algunas ratas escondidas en las paredes y en los vericuetos del sótano. Cuando el hombre descubrió que otra vez comenzaban a multiplicarse, pensó durante mucho tiempo sobre qué es lo que debía hacer con ellas.

Piensen en eso ustedes también. ¡Y después actúen en consecuencia!

Traducción: Denes Martos




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